Un último cubano y la cuenta, Juana.

«Tengo de fuentes confiables que La Francesa no abrirá», me escriben. Todo el mundo parece saber lo mucho que me importa. Mi desamparo ha sido público, y aunque no es oficial, la noticia suena cada día más cierta.

Parecería ridículo y egoísta escribirle a una cafetería que cierra cuando hay peores cosas pasando en el mundo. Millones de personas enferman, mueren en un respirador, millones más temen por su vida. Aún así esta noticia me pesa más que la del New York Times que le sigue en orden y que promete que la Antártida desaparecerá por completo antes del próximo día de las madres.

Y es que nuestras rutinas son nuestra manera propia de luchar contra la muerte, y mientras la ciudad que conocíamos hace unos meses cierra en silencio a nuestro alrededor, no podemos evitar sentir que nosotros también cerramos, que bajamos los hierros y entregamos el local, y que el día que volvamos a abrir — si tenemos la suerte de estar vivos — no sabremos qué hacer.

Puedo escribir una novela sobre mis días en la barra. Sobre los sandwiches y los desayunos y el chocolate; sobre como todos sin excepción recordaban lo que mi familia ordenaba; sobre los menués de plástico roído con los precios a lápiz que me sabía de memoria; sobre los políticos y sus teorías de conspiración, atrincherados en su esquina, periódico en mano, subiendo y bajando ministros y presidentes a discreción; sobre los días flojos en los que nada parecía fresco y aún así regresábamos porque un día malo lo tiene cualquiera — beneficio de la duda que no se le da a otros restaurantes porque nos caen mal de entrada — . Puedo escribir que el día que nació Natalia pasé a buscar desayuno para llevarlo a la clínica, o que antes de cualquier viaje al interior, cuando el sol todavía no salía, los que andaban en mi carro sabían que antes que nada bajaríamos la Lincoln y pararíamos allí.

Ahora que parece que no abrirán hago un esfuerzo por recordar qué pedí la última vez. ¿Me senté en la barra? ¿Me atendió Juana, Isabel, Roque, Francisco? ¿Andaba solo o con mis hijos, que crecieron entre aquellas mesas, acercándose a los estantes cuando apenas alcanzaban, pidiendo cosas tan distintas como palitos de queso o churros con chocolate? Quisiera quedarme con la sandwichera, pero sería inútil, porque un lugar como ese no es una barra, ni una tostadora — la mejor de la ciudad — ni una máquina de café expreso, un lugar como ese es un espacio donde éramos familia, donde éramos recordados, donde luchábamos contra la muerte, un turco de res a la vez.