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Cuarenta y ocho mil cuatrocientos cuarenta y dos.

De entrada parecería un número cualquiera. Su profesor de matemáticas aseguraría que es un número par, investigaría si es un cuadrado perfecto, descartaría que fuese un número primo.

Pero fue en un colegio muy parecido a este, hace ya muchos años, donde me enseñaron que cuarenta y ocho mil cuatrocientos cuarenta y dos era más que todo eso.

Cuarenta y ocho mil cuatrocientos cuarenta y dos kilómetros cuadrados es la superficie de la República Dominicana. Mis profesores de geografía me lo repitieron hasta que el número quedó grabado en mi memoria. Grabado como la fecha de nacimiento de mis hijos, como mi matrícula de universidad, como el teléfono de la casa de mis padres.

Digo que quedó grabado en mi memoria porque en mi corazón el número se fue grabando con el tiempo, algunos años después, cuando crecí y el número se transformó en valles, en costas, en parajes y carreteras. Se transformó en el verde del Cibao y en el rojo de Barahona; en los arrozales de Bonao y en los cañaverales de Hato Mayor. Tomaba la carretera Duarte y la Cordillera Central me esperaba allí, desafiante como guardiana; el río Camú cruzando debajo de un puente, el Pico Duarte a lo lejos, inalcanzable y misterioso. Los mapas que me habían enseñado ahora se levantaban frente a mis ojos en tres dimensiones. Rápidamente me enamoré del mar. Encontraba mar por todos lados, pero no era el mismo mar. La arena del sur no era la arena del norte, las olas de Cabarete no eran las olas de Samaná. Los libros me aseguraban que el mar era azul, pero no especificaban que encontraría mil tonos de ese azul entre una costa y otra, todo en solo cuarenta y ocho mil cuatrocientos cuarenta y dos kilómetros cuadrados.

En uno de esos kilómetros conocí a mi esposa, en otro soñé con escribir películas, en otro planifiqué mudarme al campo y escapar del caos de las ciudades (el plural es mentira: quería escapar del caos de esta ciudad). En uno de esos kilómetros vivió la profesora que me mostró que la literatura es hermosa, en otro la nana que sacrificó tiempo con sus hijos para ayudarnos a criar a los nuestros, en otro el tío que me enseñó a manejar por primera vez un carro mecánico (antes de cumplir los 16 — pero no se lo digan a nadie).

He pensado mucho en el título sugerido por su profesor para esta conversación, Mi tierra: conocerla es amarla. Lo he pensado mucho porque alguien dijo alguna vez que nadie ama lo que no conoce, y yo estoy de acuerdo. En estos tiempos donde la palabra patria significa tantas cosas para tanta gente, la tierra continúa allí, impávida, testigo de los tiempos, porque la tierra siempre será la tierra. Así les digo que es su deber conocerla, reconocerse en ella y en su gente, que es la verdadera patria: en gomeros, albañiles, reposteras; sastres, enfermeras y maestros, depositados por la gracia del destino en esta tierra, alineada en el mismo trayecto del sol, imperfecta pero nuestra.

Si así lo hiciesen, mis queridos estudiantes, les aseguro que no amarla les sería imposible.

Día del Nacimiento de Duarte, para el Colegio Cemep.

Miguel Yarull