La fotografía de calle de Alberto Álvarez

Encuadrar. Enfocar. Esperar. Como un mantra. Encuadrar. Enfocar. Esperar. Si tienes paciencia la ciudad te premiará. La fotografía de Alberto Alvarez va repleta de estos premios. Desde el tope de un elevado de la Kennedy, cruzando un callejón en Ciudad Nueva o a través de una vitrina de la calle El Conde, Santo Domingo conspira con el fotógrafo y con su arma bondadosa — en estos días carga cámaras análogas antológicas, como la Voigtlander Vito —, ofreciendo el momento preciso en el que la luz cruzará el lente y se estrellará contra el rollo; un proceso que, aún en este siglo, parece más magia que ciencia.

La fotografía de calle depende de estos momentos, de simetría y de caos, de sujeto y entorno. En las composiciones de Alberto sentimos el dedo oprimir el obturador justo cuando algo desencaja o complementa el cuadro, casi siempre en igual medida. Nada de lo que termina en la foto es un accidente, las composiciones alcanzando un nivel de detalle digno de los fotógrafos que lo inspiran: William Eggleston, André Kertész o Robert Frank.

Narrativamente, Alberto encuentra pequeñas grietas en lo cotidiano. Podemos imaginar el momento que precede la foto, así como el que le sigue. Reconstruimos las vidas de estos personajes tras conocerlos por un solo cuadro. La soledad dentro de la gran urbe es un tema recurrente. Muchos de sus encuadres encuentran objetos inanimados, solitarios y ajados, y aún así con vida propia. Mujeres andan con prisa, hombres miran al suelo, casi siempre sobre los bordes, alienados, alejados, perdidos en sus propios mundos. En una de sus fotografías, una masa humana sube una escalera eléctrica y sentimos que escalan en grupo al cielo, que emergerán del otro lado siendo mejores, o simplemente distintos, y eso nos basta. Sobre un rompeolas, un hombre da el salto de su vida, lo arriesga todo. Imaginamos el momento antes y el momento después del salto y lo acompañamos al límite de la tierra, desde donde solo nos queda devolvernos.

La ciudad se debate entre protagonista y actriz secundaria. A falta de acera, transeúntes caminan diagonalmente por el medio de las calles, edificios parecen aplastar a indigentes que no encuentran dónde ni cómo esconderse; sombras de palmas sobre el asfalto nos recuerda nuestra condición permanente de isleños, e inmediatamente un águila germana colgada de un alféizar desmiente cualquier intento de insularidad; debajo de los elevados, en una serie que recuerda lo mejor de Tarkovsky, Alberto descubre y denuncia todo un mundo en el que alfombras de concreto puntiagudo advierten que no tolerarán la miseria ni la compasión ni el desorden.

Decía Hitchcock, “lo único que importa es lo que rellena el cuadro”. En la fotografía de Alberto todo importa y nada queda al azar, por eso su voz es cada vez más clara, su trabajo en franco ascenso y madurez: una documentación honesta y sentida de estos tiempos donde, contra todo pronóstico, seguimos apostando a lo mejor del ser humano.

Miguel Yarull